martes, 22 de julio de 2014

otra vez en Sète, festival Voix Vives

 
Me gustaban más las conchas que encontraba otros veranos en la larga playa de Sète. Otros veranos escuché mejores poemas en el festival Voix Vives. Este año encuentro sólo piezas sueltas, fragmentos pulidos, frases al vuelo. De lo que he podido ver y oír hasta ahora, me quedo con Rodolfo Häsler (cubano-español), Hugo Mujica (argentino), Tugrul Keskin (turco), Max Alhau (francés), y como otros años también Salah Stétié (libanés). Aún queda más de la mitad, y lo frecuento menos que otros años. Todavía no he visto a ningún español. Las músicas improvisadas en la calle, sin embargo, me están dando más alegrías. Será que me cuesta más prestar atención a las palabras. Sí: seré yo.

Edito la entrada ya el último día de mi paso por Sète (25 de julio). Confirmo que las músicas me han gustado más que la mayor parte de los poemas escuchados. Sin embargo, ha sido muy interesante haber conocido a Manuel Vilas, invitado entre los poetas españoles, así como a  la también escritora Ana Merino. Haber vivido doce años en Zaragoza y conocer a Manuel Vilas en Sète es algo que sólo me pasa a mí. De Vilas sólo había leído dos novelas (España y Los inmortales) y poemas sueltos. Aparte de los encuentros, breves pero agradables, me ha gustado escuchar esa poesía que juega con el humor y la irreverencia, una mirada irónica sobre la realidad que a menudo se despoja conscientemente de toda belleza formal, con el contrapunto de otros poemas que sí la buscan, como el retrato de su padre. Entre la diversidad de poéticas y sensibilidades en un festival internacional que abarca todo el Mediterráneo más algunos países latinoamericanos, su poesía ha sorprendido al público francés.

jueves, 10 de julio de 2014

la escalera del 72 de la rue Mouffetard

© Albert Monier, 1952. Escalier 72 rue Mouffetard, Paris

Espera. Una hora, la eternidad. Por fin escucha: tacón contra madera, ella baja despacio. No: se detiene; sabe que él está abajo esperando, y quiere jugar. La sombra de ella, arriba, sobre el desconchado blanco de la pared. Quieta. Podría verla de frente si subiera apenas una docena de escalones. Pero tampoco se mueve. Silencio. Trata de imaginar su expresión. ¿Desprecio?, ¿deseo? Puede que ambas cosas. Entonces el piano. Viene de un piso alto, un adagio de sonata. Vacilante. La sombra en la escalera mengua, se ajusta a la altura del desconchado blanco, como si quisiera encajar en él. Se ha sentado. Arriba una mano yerra una nota y se detiene. De nuevo silencio. La sombra encerrada en lo blanco se contrae. Parece que llora o gime. Un instante después el piano irrumpe de nuevo y ya no puede oírla. Ese no poder oírla: ahogo. Tiene que subir. Ahora sube, los zapatos sucios de barro a pesar de la indicación del quinto escalón. Hasta ese cuerpo que proyecta la sombra. Sentada en el rellano, ella lo mira, la cara congestionada por la risa. Una risa que no emite vocales, sólo un arrastre como de hiena asmática. Luego dice algo que él no acaba de entender, entrecortado por ese arrastre traqueal. Algo como: pero qué manos de mierda. Arrodillado frente a ella, él suplica: Déjame subir contigo. Ella lo mira, ya seria. Asiente. La sigue escaleras arriba. El piano suena todavía. Entre las manos, él prepara el alambre.